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El amor en tiempos del fútbol

POR: Carlos Rodríguez.
UNA HISTORIA REAL EN CAPÍTULOS.- COMO EN LA VIDA...
 
 
EL CUADRO
          

La vida cotidiana de Raúl se dividía en tres etapas; de mañana el liceo, de tarde el fútbol y de nochecita reunión en lo de Doña Clara, donde en invierno era habitual la lotería de cartones y hasta tortas fritas y chocolate, según la lluvia lo dispusieraEn Treinta y Tres el tiempo transcurría lento y apacible y a dos años de Maracaná, la hazaña era comentario todavía vigente en la tertulia diaria y el fútbol, fuente inagotable de opiniones y controversias, conformaba siempre el tema central. 
 
La casona de doña Clara – cuya propiedad era un misterio que solo ella sabía – era sólida y espaciosa, con escaso mobiliario antiguo y de cuyo portal, no se conocía llave ni cerrojo.- El living y el comedor no se usaban casi nunca, -reemplazados como ambiente social por la cocina, que como un fogón de estancia, era lugar de reunión de la gurisada del barrio que se daba cita a cualquier hora, con la única y sagrada condición  del respeto a la  indiscutida  autoridad matriarcal, que nunca levantaba la voz, pues un gesto o una mirada le bastaban, para que las pasiones se amansaran y las discusiones transcurrieran sin llegar a enfrentamientos serios.
 
Doña Clara era viuda, pensionista, limpiadora, lavandera y madre de cuatro hijos, tres varones y Albita, la menor.-
 
Raúl andaba bastante entreverado con el liceo, el fútbol y Albita.- Unico estudiante de la barra, a los quince años cursaba tercero, que había repetido, originando una áspera relación con su padre, don Cirilo, herrero casi analfabeto que siempre repetía que “la educación era la mejor herencia que se le podía dejar a un hijo”;  tenía que estudiar para ser “alguien”.- Era el menor  de cuatro hermanos, uno albañil, otro empleado de la Intendencia y el mayor, Isabelino, casi un desconocido, mezcla de intelectual y aventurero que a poco de terminar el liceo, se fue a la capital porque quería ser doctor.- Escribía de vez en cuando y Raúl sabía cuando llegaban las cartas por las disimuladas lágrimas de su madre, que solo comentaba que andaba bien y que pronto vendría a visitarlos.
 
Tal vez huyendo de los problemas de ese mundo real, se refugiaba en el infinito universo del fútbol.- Vivía para el fútbol, soñaba con las jugadas; el dribling magistral, la pisada, el amague, eran las fantasías de sus noches.-  Cuando escuchaba a Solé relatando los partidos de verdad, se imaginaba en el Estadio, haciendo la finta, la escapada, el gol.- A través de la radio él vivía su propio juego, como en un sueño del que era partícipe y lo mismo que creaba en esas noches, lo hacía en el campito día a día.- Y lo hacía bien.- 
 
Era una maravilla verlo con la pelota dominada; un esquive, una carrera, tres, cuatro que quedaban aturdidos, sin saber por donde pasó Raúl o la pelota. Imparable en sus amagues, marcarlo era un desafío que muy pocos aceptaban; sólo entre varios y aún así pasaban vergüenza.- Quedaba el tendal y él parecía que ni había corrido, acariciando la pelota sin violencia y yendo justo donde él quería.-
 
Pero su virtuosismo era causa y alimento de cierta tozudez de enfrentarse al arquero cara a cara. Era su contrincante y hacerlo tirar para el otro lado, lo máximo.- Los consejos y las puteadas que recibía eran letra muerta; o lo dribleaba o no hacía el gol.- La estética era todo en ese juego de fuerza y empuje que para los  otros era sudor y cansancio y para él un placer mayor,  el del artista.- 
 
Para las demás cosas no andaba tan bien.- No le gustaba estudiar y no podía concentrase en nada de lo que le mandaban leer.- El estudio era una responsabilidad que lo agobiaba; el infierno cotidiano de someterse al profesor que le preguntaba cosas que habían quedado encerradas en los libros no abiertos, enigmas detestables y ladrones del tiempo que necesitaba para dedicarlo al fútbol. Además, el atuendo formal del liceo, el saco y la corbata, le resultaban un atavío incómodo y hasta caro para la espartana economía familiar.- Pero, con sinceridad, sentía cierta envidia por los que iban bien vestidos y contaban sus incipientes experiencias en los bailes de los clubes del centro.-
 
En Treinta y Tres había cuatro clubes: el Progreso, donde se daba cita la alta sociedad, una élite celosa de sus privilegios y con severos criterios selectivos que no hacían fácil ingresar a su círculo social; el Democrático se ubicaba más próximo a su nombre; su hermoso local aceptaba con menos formalidades a quienes, independientemente de su condición económica, guardaran conducta acorde con las normas sociales de la época.- El “Empleados de Comercio”- más conocido como “El Comercial”- no tenía un perfil definido; – con menos recomendaciones y sin el rito de la corbata, la muchachada de los barrios se podía divertir igual que los otros.-
 
El otro Club era el de los negros.- Vedado a los blancos y por ello, rodeado de cierto misterio y en el que no se podía ingresar si no se era negro o amigo de un negro.- Raúl era amigo de Adalberto, compañero de clase, hijo de Mansilla, trombón  mayor de la Banda Municipal, Presidente del club “Ansina” y también empecinado en que su hijo estudiara porque tenía que ser “alguien”,  aunque no fuera blanco. Entre Raúl y el Beto se había forjado una amistad nacida de dos confluencias: su empeño en el estudio - que detestaban- y su afición al fútbol.- 
 
El Beto era tartamudo y el trancazo mayor le venía cuando en la rutina de la clase, se veía obligado a exponer o contestar las preguntas de la lección del día.- Las risas sofocadas, el chiste mordaz a media voz y hasta la forzada seriedad del profesor, le hacían el efecto de un baño turco. Raúl nunca se rió y en una oportunidad se les paró de punta a los chistosos; hubo palabras fuertes y hasta alguna piña en el recreo, sin mayores consecuencias,  pero las  puyas disminuyeron  hasta por lo menos, resultarles casi indiferentes para el Beto, en quien el aprecio por Raúl creció a partir de ahí y llegó hasta la devoción. Cuando jugando ambos en el seleccionado  estudiantil, el Beto hizo dos goles gracias a los pases hechos como con la mano por Raúl, “ el me.. mejor entreala  del mu ..mundo, después de Ju .julio Pe ..pérez, claro”, según comentaba, eufórico, luego del partido.-
 
Para mejor –o para peor, según el juicio lapidario de don Cirilo- la etapa del campito  había dado un paso adelante.- La Intendencia Municipal promovió un campeonato de menores, con un máximo de seis clubes y en dos ruedas; en la primera se eliminaban dos y los cuatro finalistas jugarían en el Parque Colón, “principal Anfiteatro local”, al decir del Turco Elal, el mejor relator de CW45, Difusora Treinta y Tres. El Tío, pariente impreciso de doña Clara y cuyo nombre nadie recordaba con exactitud, quería presentar un equipo.- Iniciativa muy lógica y justificada, por su reconocida condición de lugarteniente incondicional del Dr. Ruiz Cossio, un paradigma de ciudadano; abogado, estanciero y político. Mecenas del fútbol, particularmente de los cuadros de menores,- en especial cuando votaban por primera vez - y de bolsillo fácil para donar camisetas y demás implementos, que el Tío administraba con celosa pulcritud.-
 
En la cocina se pusieron a hervir también las ilusiones.- ¿Un cuadro de once con camiseta y todo?.- En el campito los cuadros eran de siete, catorce o veintitrés, según la concurrencia del día.- Nadie quería quedar afuera y todos pretendían el derecho de estar adentro.- La cuestión se dirimía según el criterio del equilibrio; los mejores se repartían al igual que los entusiastas y los pataduras. El resultado eran dos equipos que sin  juez ni reloj, pujaban por el triunfo en un campo sin marcas ni alambrados, donde no había arcos con palos y la línea del juicio final quedaba demarcada por un montón de ropa, o hasta unas bostas de vaca superpuestas que servían de referencia, a falta de mejor mojón.- De ahí que los goles tenían que ser rastreros, no había tiro al ángulo porque no había ángulo. Raúl  lo tenía claro, no valía el patadón de punta y de lejos, había que amagar, driblear  y dejar atrás a los que se interponían delante de su oponente principal, el arquero de turno, la mayoría de las veces ocupando ese puesto por descarte, porque no calificaba como jugador de campo.- 
 
Salvo el Tito. El Tito quería ser arquero y dedicaba todas sus energías a eso. No estudiaba ni trabajaba, su tiempo lo dedicaba a su sueño: ser como Máspoli, Aníbal Paz o Pereira Natero. Hijo tardío de una pensionista, vecina de doña Clara, quien lo mimaba hasta el exceso y le tejía los buzos de manga larga y cuello redondo, -uniforme emblemático de los grandes arqueros- que usaba incluso en verano, como ostensible emblema de su ilusión. Era el enemigo natural de Raúl, no sólo por ser arquero, sino porque cortejaba a Albita. Pero en esa guerra encubierta, sin idilios formales ni peticiones de mano, la cuestión estaba en quien se declaraba primero. Asunto crucial que ninguno de los dos tenía muy claro.  Cuando iban en barra al Cine Teatro Municipal, aprendían de las películas, del muchacho y de la muchacha cuyos roles estaban bien definidos: le correspondía al varón la iniciativa de toda relación amorosa.- 
 
Cuando Raúl miraba la película  se imaginaba diciéndole las mismas palabras a Albita, pero cuando la realidad ponía fin a la fantasía y ella estaba ahí, hablando de cualquier cosa, no le salía nada y el meollo de declararse se le hacía un nudo entreverado, que no encontraba forma de expresar su sentimiento. Al Tito le pasaba lo mismo, así que la lucha, sobreentendida por ambos, era sorda, muda y aparentemente desconocida para los demás.- 
 
Menos para Albita. Con catorce años, sus evidentes cambios físicos marcaron también un límite, que le hicieron doblar una esquina de la vida. Al dejar la escuela, su madre le explicó algunas cosas que ella entendió bastante bien, aunque con disgusto aceptó que tenía que dejar de jugar al fútbol con los varones. Viviendo entre varones, su participación en las pasiones futboleras resultó natural y disfrutaba entreverándose con ellos en la “picadita” de la calle, que era como un entrenamiento, con pelota de goma y hasta con la de trapo, sinopsis de los partidos en el campo, adonde algunas veces había ido, aunque solo a mirar. El fútbol de verdad no era para mujeres. Pero igual seguía participando de las conversaciones  en la cocina, ahora con categoría de discusiones parlamentarias, enfrentados con el problema de cómo armar el cuadro para el campeonato.- 
 
Había que presentar una lista de dieciséis y salvo ocho titulares aceptados por todos, con los restantes las opiniones estaban muy divididas. Apoyos y críticas se sucedían respecto a los candidatos y el plazo era perentorio; el Tio necesitaba la lista para pasado mañana. La falta de acuerdo amenazaba con el desastre. Entonces Albita habló: “miren, lo que les está faltando es un puntero derecho, porque creo que el Coco y el Pelado tienen que ser  titulares; los otros cinco van de relleno, total lo importante es inscribirse, ¿no?”Raúl la miró embobado. Era la decisión que precisaban y con el alivio de todos, la cuestión quedó resuelta, a cuenta del escozor íntimo que cada uno sentía, porque una mujer les dijera lo que tenían que hacer.-
 
¿Y el puntero?. Raúl se acordó del Beto. No era del barrio ni de la barra. El Pepe, Director Técnico y el más respetado, dió su fallo: “hablále al negro y lo inscribimos, va a hacer ala con vos, así que vos sabés...”.
 
La sonrisa del Beto no cabía ni en la pantalla del cine. Aceptó todo. Venía a las prácticas atravesando el pueblo a pedalazo limpio, desde el Yerbal hasta el campito donde entrenaba  “elartigas”El Campeonato empezó y el Artigas arrasaba; al terminar la primera rueda sólo otro rival, el Chacarita, le podía hacer sombra. Y así llegaron los dos finalistas al Parque Colón, a dirimir la final a las dos de la tarde. A esa hora del verano, en “el principal coliseo” sólo se daban cita los escasísimos aficionados que sacrificaban la sobremesa o la siesta para ver el preliminar. Uno de los puntuales era el Tío, que en cumplimiento de las tareas asignadas por el Doctor, supervisaba el “semillero de los cracks del futuro”Así que en esos domingos solo tomaba un par de vinos en “La Cueva” y se iba temprano, a pesar de los reclamos de la rueda de siempre, diarios habitués del Bar y Peluquería, -de hecho la mejor agencia de chismes del pueblo-.-
 
Tal como se preveía, llegó la final; el Artigas y el Chacarita en su último partido, iguales en puntos, en recelos y en hinchada, a la que contribuyeron padres y amigos para que ese domingo el Parque Colón se llenara desde temprano, máxime cuando el partido de  fondo también era una final, - año a año repetida con pocas interrupciones - entre los dos grandes: Rodó y Treinta y Tres.-
 
El Turco empezó la trasmisión con una de sus frases:  “la naturaleza se asoció con esta magnifica fiesta”, expresión tomada un poco a broma porque así lloviera a cántaros, según él, la naturaleza siempre acompañaba y el problema era de los jugadores, aunque tuvieran que lidiar con una pelota mojada cuyo peso específico podía alcanzar los diez kilos. Con ese instrumento, jugar entre el barro no era para tobillos finos ni para estilistas. Pero ese domingo de Noviembre fue esplendoroso, ni una nube y sol radiante.-
 
Raúl estrenaba zapatos, - que ya había ablandado en las prácticas, - y los reservaba especialmente para esa ocasión, como una especie de cábala.- Le habían llegado en Setiembre, un día antes de su cumpleaños.-
Isabelino le explicaba en la carta, que eran de lo mejor, “iguales a los de los campeones”.- Era el más esperado regalo que había recibido en su vida y que  lo jerarquizaba, liberándolo de la odiosa bolsa de los zapatos de todos, donde era un milagro encontrar dos del mismo par.-
 
El Tito también estaba de estreno.- Recién salido de las agujas de su madre, un buzo verde de cuello alto, todavía con olor a nuevo, le daba una pinta que el espejo le devolvió mil veces cuando ensayaba sus atajadas en diversas poses, a la vez que trasmitía un partido imaginario, donde él las agarraba todas.- Cada cual vivía a su manera la expectativa del gran evento.-
 
La fiesta empezó puntual.- La Banda amenizaba estruendosamente con marchas y popurrits de su mejor repertorio de las retretas, conocido por todos, tanto que la  muchachada apostaba a que pieza seguía después. “Ahora viene Barras y Estrellas -, te juego a que es el pasodoble...”.-
 
En el vestuario, el Pepe le dijo a Raúl: -“Tirá de lejos, el Chato (golero del Chacarita) no llega a los ángulos ni en zancos, así que poca moña dentro del área porque si te agarra el Patón te mata, ¿tá?.- Raúl asintió a desgano, pero no hubo más comentarios.- Entraron.-
 
La entrada a la cancha era un momento sublime, todos limpitos e iguales, nadie había perdido y todos se sentían ganadores. Cada cuadro a su medio campo con su pelota y cada uno mostrándose en su habilidad personal. Los pocos minutos de calentamiento eran también de exhibición. Raúl ni tocó la pelota, tenso y nervioso se reataba los zapatos en el centro de la cancha y levantó la mirada. Un vistazo y aparecieron las caras conocidas y la más conocida, la de Don Cirilo, de traje y sentado tieso en la tribuna de tablas, al lado de la Banda.
 
Por primera vez lo iba a ver jugar; la fragua no le dejaba tiempo y además porque el fútbol era “pernicioso, enemigo de la educación”. Pero ahí estaba, con su cara de juez intrigado, íntimamente ansioso de alentar a su hijo y de alguna manera expresarle, aunque fuera de lejos, el afecto que nunca supo trasmitirle cuando lo tenía al lado. También estaban doña Clara, la madre del Tito y Albita. Raúl se detuvo un instante a observarla. ¿A quien miraba?, ¿a él o al Tito?.
 
El pitazo del árbitro terminó con el mundo exterior; ahora el universo era el rectángulo de cal, donde se dirimiría el duelo de once contra once, todos conocidos, todos amigos, todos adversarios.-
 
El partido se planteó duro, no se regalaba un metro y ninguna pelota era perdida. Los ataques se sucedían para lucimiento del Chato y el Tito, dos fieras en la jaula de los tres palos. Al terminar el primer tiempo, la Banda había esperado en vano la señal del gol, para arrancar con una diana imponente en bombo y trompetas, arreglada especialmente para el momento cumbre, que le sumaba música al griterío de la hinchada. El descanso aplacó un poco los nervios y después de chupar alguna naranja pelada a uña, retomaron “la brega” en el decir del Turco. 
 
Y la Banda tocó. Un zapatillazo impresionante del “centrojá” del Chacarita se le clavó al Tito, a pesar de su pamentosa estirada, tardía pero espectacular en sus efectos histriónicos. Quedaba media hora para que el campeonato se les escapara de las manos. Con la pelota en el medio, Raúl y el Beto se miraron: “Igual que la otra vez, ¿tá?”.-
 
Pase del Coco, Raúl la recibe, se va a la izquierda, se lleva con él a los dos estampillas que le habían amargado la tarde; vuelve atrás, un esquive, la levanta, un sombrero, otro que pasa de largo y de media vuelta la larga sin mirar, adonde el Beto, con los ojos como un dos de oro esperaba el pase. Treinta metros infinitos hasta que la pelota se  juntó con él en la desleída línea del área penal. El Chato amagó a salir,  después reculó pero ya era tarde. Como una lección aprendida, el balazo entró a media altura contra el palo... y la Banda volvió a tocar. Pero esta vez con más potencia y algo desafinada, porque aunque nadie se dio cuenta,  un trombón soplaba más fuerte que las trompetas. 
 
El uno a uno puso las cosas al rojo. El tiempo corría y según lo dispusieron las autoridades, no había alargue ni otro partido; en caso de empate compartirían el título. Pero nadie pensaba en el empate, sino en lo único que anhelaban, el gol del triunfo. El tuerto Amaral, el juez -que era bizco-, pero... ¿a quien le importaba la diferencia?. Miró el reloj para calcular el tiempo adicional.
Pelota compartida en el medio campo de Chacarita; Raúl que sale del entrevero, apenas consigue dominarla; tres contrarios al frente, amaga el pase a la punta, donde el Beto, ya cebado, arrancaba la carrera. Quiebre a la izquierda y dos que se van; quedaba el Patón y allá atrás el Chato agazapado que le gritaba con desesperación: “barrélo,  barréló”.
 
La inspiración del genio lo decidió en un nanosegundo. Pateó con la vista fija en una referencia que veía como el ojo de una aguja: el ángulo. La pelota pasó al lado del grandote que se dió vuelta a mirarla como se elevaba girando vertiginosamente.  Iba afuera.
 
El tiempo y el silencio se detuvieron en la cancha y en las tribunas. Se escuchó nítido el alarido del Chato anunciando el desastre. ¡No iba afuera!. En una comba perfecta, la pelota apenas dobló lo justo para rozar los dos palos hacia donde el Chato voló en una estirada fenomenal intentando lo imposible... cayó dormida en el fondo de la red. 
 
Y fue el estallido. El pitazo del Tuerto, la Diana, Mansilla con los brazos en alto y una mitad de su trombón en cada mano, don Cirilo que lagrimeando aplaudía de pié y Albita, que olvidada de su precioso vestido blanco abrazaba a todos, aunque a Raúl se le antojó que a él lo había apretado más.
 
LA INICIACIÓN
 
Terminada la efímera pero gloriosa euforia, en el vestuario que había que abandonar rápido porque llegaban los de primera, -el Tío hizo el anuncio: “esta noche los espero en La Cueva para repartir los premios”Les tocaba quince pesos a cada uno, un platal que, traducido a entradas al gallinero del cineteatro, significaban medio año de películas. Pero esa noche la propuesta fue distinta.  El gordo Matías, que junto con el Pepe representaban la patriarcal autoridad de los ya recibidos de mayores, sugirió ir a los quilombos. Con guiñadas pícaras argumentó que ya era tiempo de debutar y que él, como conocedor del ambiente, les iba a presentar a las “mujeres de la vida”, que hacían la diferencia entre un muchacho y un hombre.
 
Raúl sabía que ese día iba a llegar y a la vez de desearlo, lo temía. Las conversaciones y los cuentos que había compartido en el liceo y en la barra del fútbol, le crearon la certeza de que para estar con una mujer, uno tenía que ser una especie de campeón sexual, de invicta virilidad y ante quien las pobres víctimas debían entregarse desmayadas y sumisas. Además, su timidez le había impedido llegar más lejos en flirteos y juegos de seducción, que naturalmente se daban con sus compañeras del liceo, prisioneros todos en la red de prejuicios que hacían del amor, algo pecaminoso e imposible de disfrutar para un adolescente. De ahí que el quilombo, conocido por todos y admitido por nadie, cumplía con su rol de templo iniciático, en el marco de una hipocresía social que lo aceptaba  en secreto, a la vez que le negaba todo derecho a la dignidad y el respeto.-
 
La ocasión se presentaba perfecta; sangre dulce y plata fresca, a más de una sensación de festejo, de deseo de prolongar las emociones de la tarde del triunfo, hicieron que la expedición comandada por Matías y el Pepe, pusiera proa hacia los bajos. 
 
-"¿Y si tomamos un taxi?, son como veinte cuadras”.- La sugerencia del Tito, a quien los once pesos que le quedaban le hacían cosquillas en el bolsillo, fue aceptada sin dudar... y bueno, total esa noche daba para todo. El viejo Chevrolet de Perdomo, uno de los cuatros autos “de alquiler” del pueblo, arrancó ruidosamente y sin preguntar nada el veterano puso rumbo adonde sabía que querían ir.  Sólo al abandonar Juan Antonio Lavalleja -única calle asfaltada y que la mayoría llamaba aún “calle real”- inquirió: “¿a lo de Flora o a lo de Juana?.- Alguien indicó el lugar y allí desembarcaron asumiendo la compostura de cancheros viejos, tratando de disimular su nerviosidad con dichos y risas que se acallaron, cuando doña Flora preguntó: “muchachos, quieren una mesa o van a ocuparse ya?.-
 
La piedra en el estómago de Raúl se transformó en un adoquín.- “Vamos a tomar algo primero”;- Matías dirigía. Deshabituado al alcohol, las pocas copas que Raúl había tomado en su vida eran de sidra, infaltables en la Nochebuena familiar. Miró con odio al Tito, que agrandado y feliz mandó: “espinillar para todos”La cosa era a lo grande y entre meneos y sonrisas las mujeres se arrimaron. Matías hizo las presentaciones: “Negrita, este es Raúl, ya sabés”. En la cara pintarrajeada se ensanchó una sonrisa cómplice. Raúl se mandó un trago que le quemó hasta los talones y susurró un mucho gusto, que nada tenía que ver  con lo que sentía en ese momento.-
 
-“Porqué no  terminás tu copa en la pieza?”- le dijo la cara casi en la oreja, inundándolo de un perfume que se sumó al espinillar para hacerlo apretarse en el respaldo de la silla,  buscando un apoyo más firme para su inseguridad. 
-“Andá , andá, tratámelo bien,  ¿éh?”- Lo último que vió antes que la puerta se cerrara fue la siniestra sonrisa del Tito,  que intentaba meter mano en el escote de la gordita  que le había tocado al lado.-  
 
-“Bueno m´hijo, dale rápido que estoy esperando clientes”.-  La Negrita  probaba la temperatura del agua en una palangana, agregando chorros de una caldera que hervía encima de un “Primus”.-  -"Si querés desnuda son tres pesos más;  vení, sacáte los pantalones que tengo que lavarte”-
 
El alcohol, los nervios y la vergüenza le producían un incontrolable efecto astringente a sus atributos masculinos,  que gracias al agua tibia y a los profesionales manipuleos, recuperaron algo de su dignidad.-  Después, la misericordiosa naturaleza ayudó lo suficiente y lo bastante como para que Raúl saliera de la pieza, sonrojado, con tres pesos menos y la íntima promesa de no volver nunca más.-
 
LA FIESTA
 
El año se iba y  “los duendes del amor navideño, ya se sienten en el  aire”,  decía el Turco, que era medio poeta , como introito  o final  -daba lo mismo- a sus comentarios sobre el fin de la temporada deportiva, en la que Rodó se coronó campeón por segunda vez consecutiva, venciendo a Treinta y Tres, que se guardó las ganas y la bronca para otra oportunidad. Su presidente, el Dr. Ruiz Cossio, le encomendó al Tío que reclutara lo mejor de la savia nueva, sobre todo a “ese muchacho Raúl y también al negrito, con el que se entienden tan bien.- Tenemos que quebrar la mala racha”.- Máxime cuando ya había que ir pensando en la campaña electoral.
 
Las entrevistas se llevaron a cabo en el reservado de “La Cueva”, -cuartel general del Tío-  habitación vedada a la vista de los profanos y en donde el monte y la conga y hasta alguna ruleta ocasional conformaban un antro de timba corrida, conocida por todos pero discretamente ignorada por la policía. El planteo era sencillo: al entrar a jugar en la reserva, cinco pesos por partido; el doble si alistaban en primera, más los premios que la Directiva podía otorgar según el desempeño. Para Raúl fue la guinda que remataba la torta; jugar como profesional, dedicarle todo el tiempo al fútbol y mandar al diablo el liceo. Con tal decisión tomada, se armó de valor para explicarlo en su casa.-
 
Don Cirilo, que últimamente se había puesto más afable y conversador, lo escuchó en silencio y mirándolo como si lo descubriera por primera vez, puso su condición: tenía que terminar cuarto como fuera; quedarse en tercero era como no haber empezado. Más que los argumentos, una mano áspera que apenas le tocó la cabeza, le arrancó a Raúl un asentimiento forzado pero sincero. El primer compromiso de honor en su vida, se había contraído. Las cosas se iban arreglando, se venían las fiestas y las vacaciones; la siesta del verano se prolongaba hasta el carnaval y salvo algunos partidos amistosos, el fútbol también entraba en receso.
 
Pero el treinta y uno era el cumpleaños de Albita. Siempre recordado porque doña Clara lo juntaba con la celebración de fin de año. Alguna comida especial y hasta masitas de “Las Brisas” –única confitería “que hacía las cosas como en casa” según la propaganda de la Difusora–, que la barra devoraba cada vez sin importarles un comino cuantos años cumpliera.- 
 
Pero esta vez Albita cumplía los quince. Próxima a egresar de la Escuela Industrial donde seguía cursos de cocina y de corte y confección, se distraía a menudo hojeando los catálogos del London-París que se recibían puntualmente cada seis meses: Primavera-Verano y Otoño-Invierno.  Un par de páginas dobladas en la sección “Jovencitas” con el subtítulo “Para los Quince”, evidenciaron a doña Clara lo que su hija nunca se atrevería a pedirle: un vestido de organdí cuyo precio superaba lo que ella podía ganar en dos meses. Y aunque pudiera... ¿un vestido de fiesta, sin fiesta?.-
 
Por experiencia de su trabajo, cuando iba a limpiar a las casas del centro sabía el dineral que eso costaba. Decidió con el optimismo que había sido escudo y lanza en su lucha con las amarguras de la vida: “le encargo el vestido; va a quedar contenta y si no lo usa ahora, le queda para otra vez; ya está en edad de que la inviten a algo y no tiene nada bueno que ponerse”.-
 
El correo funcionaba bien; a los diez días de haber remitido los formularios, le avisaron que tenía  una caja para retirar. La trajo medio a escondidas, en horas en que Albita no estaba y sintió la nostalgia feliz del tiempo ido, cuando los cinco de Enero escondía los juguetes de los Reyes. Como decía el Dr. Goyoaga, Maestro en su cátedra de filosofía, -materia misteriosa y preferida por Raúl, aunque nunca  pudo recordar su definición: “las cuestiones más importantes de la vida, no las resuelven los hombres, sino la casualidad”. Y fue por casualidad que con su carné  de estudiante, recién retirado del liceo y donde constaba su pase a cuarto,  Raúl decidió pasar por lo de Albita, sólo para darse corte y agregar un punto más en la tabla de competencia con el Tito.-
 
Doña Clara estaba sola, planchando ropa que debía entregar esa tarde. Las ausencias de los muchachos eran las habituales, trabajo o vagabundeo, según decía mientras manipuleaba el planchón, cuyos carbones encendidos simulaban ojos rojos y grises en su continuo deslizarse por las sábanas impolutas.- 
 
-“Albita no está, fue a lo de la modista, se está arreglando un vestido”.- A Raúl le sorprendió el comentario, sin que él hubiera preguntado nada. Algunas cosas pasan así, aunque nadie pueda explicarlas y en ese momento, en un torbellino incontrolable de imágenes, Raúl pateó al ángulo.- “Yo quiero a su hija.- Pasé a cuarto”.- 
 
Doña Clara acomodó el planchón, que quedó como un barco hundiéndose con la proa al cielo, y en un gesto mecánico, se restregó las manos en el delantal.- “M’hijo  te felicito, de veras me alegro... lo sé hace tiempo y me gustaría que formalizaran, pero yo quisiera para ella  una vida mejor...y con solo el fútbol...".
 
“Yo voy a ser doctor” – le salió  a Raúl en un arranque de convicción que le sonó como si otro lo hubiera dicho.- “Ustedes son unos chiquilines, pero si me niego sería peor”,  dijo doña Clara como pensando, luego levantó la voz: “Tenés mi permiso, pero aquí en casa... nada de andar escondiéndose por ahí”.-
 
Camino a su hogar, Raúl iba hablando solo; una sensación indescriptible le llenaba el pecho, pero de pronto un pensamiento le borró la sonrisa: Albita no sabía aún, que desde hacía un rato tenía novio.-
 
Esa noche llegó como siempre a la tertulia, pero distinto. Saco y corbata y una engominada a lo Gardel, le daban la apariencia que su nuevo status requería; iba de visita formal y con una declaración que había ensayado mil veces pero que no terminaba de salirle. “Los zapallos se acomodan cuando el carro empieza a andar”, -dicho preferido por el Tío cuando no encontraba la solución a un problema inmediato-, fué sentencia de verdad en esta ocasión.- Los zapallos se acomodaron, en la tarde doña Clara había hablado con Albita.-
 
Los diálogos del amor adolescente, no necesitan de muchas palabras y Albita recibió a Raúl en la puerta y por primera vez se sentaron juntos en el gastado sillón del living, hacia doña Clara se hacía tiempo para mirar de vez en cuando, viéndose en el espejo de su vieja juventud.-
 
Así las cosas, Raúl no salía del entrevero, no sabía que hacer con el amor. Devolviendo los libros de tercero, se encontró con el Beto en la Biblioteca del liceo. Tenía que compartir la confidencia que lo agobiaba.
 
- “Me gustaría  llevarla a un baile el treinta y uno, pero no soy socio de ningún club...tal vez al cine... no sé”.- El Beto lo miró serio y asumió una responsabilidad que los sorprendió a los dos; le salió todo de corrido: “El doctor es presidente del Club Progreso, si hablamos con el Tío, de repente te consigue una invitación..”
 
Fueron juntos a La Cueva. Raúl entró solo; desde su trono con teléfono el Tío escuchó el planteo.- “Al Progreso?... Sabés que no dan invitaciones...se necesitan dos socios que te presenten... después la Directiva resuelve...y además el Doctor está en la estancia y no voy a molestarlo por ésto”Cada cuál marchó a su casa con la sensación de haber perdido por goleada.
 
¿Porqué pasan las cosas que pasan?. En la tarde del día siguiente, a lo de Raúl llegó un sobre con una prolija tarjeta invitándolo a la “Reunión danzante que se llevarà a cabo el 31 de Diciembre en el local social del Club Ansina“. Puede ir acompañado por una dama, se había agregado a mano.-
 
El treinta y uno es un día mágico. El nacimiento del año nuevo, conforma también un íntimo renacer en el que cada uno se promete cosas, alimentando la esperanza de que al inaugurar un almanaque flamante y limpio, la vida va a ser mejor y los buenos deseos se van a realizar. Los duendes adelantaban los relojes en la impaciente espera de  la medianoche. Raúl vivía los nervios de un partido difícil; algunas cosas le había contado a su madre, pero las palabras sobraban cuando los diálogos estaban ya sobreentendidos. “Te planché la camisa, y tenés la corbata nueva que te mandó Isabelino para Navidad”.-
 
Apenas picoteó algo de la cena familiar y cuando -ante las risas de sus hermanos- iba a salir como disparado, don Cirilo le metió un par de billetes en el bolsillo del pañuelo. “No es para que lo gastes todo, pero cuando se tiene un compromiso, siempre hay que tener una reserva...”, sentenció solemne a modo de despedida.-
 

Albita estaba primorosa y con su vestido de organdí con cintas y moñitos, parecía una novia.- Doña Clara los despidió con un “que les vaya bien, no vuelvan muy tarde...”, medio atragantada con algunas lágrimas que intentaba disimular.-
 
Mansilla y su esposa los recibieron en la puerta; Adalberto atrás, con una sonrisa que no le cabía en la cara y los saludos de todos, felices de ofrecer y compartir una fiesta en la que nadie se sentía distinto. Una enorme torta con quince llamas que Albita apagó entre alegres vítores, fueron el preámbulo de un “Danubio Azul” que sonó  como en Viena y al compás del vals, todos olvidaron y tuvieron un instante de felicidad.-
 
El eterno reloj de la plaza cumplió con su deber: las cansinas doce campanadas anunciaron su mensaje de fé y esperanza.- 
 
Desde el Olimpo, el Dios del Fútbol, miraba sonriente y pensativo hacia el mundo de los pobres mortales mientras jugaba distraidamente con la maraña de hilos de su pasatiempo favorito: marcar el destino de sus elegidos.- Con un gran bostezo se recostó a dormir; el domingo siguiente -como todos los domingos- le esperaba su duro, misterioso e impredecible trabajo.-

 

 

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